Los aditivos son otra componente
inseparable del alimento industrializado. Necesidades productivas,
comerciales y de conservación, hacen que se utilicen gran cantidad de sustancias químicas en el procesamiento de los alimentos masivos, las cuales aportan significativamente al ensuciamiento cotidiano.
Los conservantes son un buen ejemplo de ello. Estos preservantes de alimentos actúan por inhibición de procesos enzimáticos (fermentación, putrefacción, etc). Esto, que resulta benéfico para el alimento que debe conservarse en una góndola, una vez ingerido, continúa produciendo inhibición enzimática en nuestro organismo. Esto afecta a la flora intestinal y al hígado, cuyas funciones dependen de las reacciones enzimáticas que los mismos conservantes bloquean.
La prueba de la acción prolongada en el
tiempo de estos conservantes, está dada por los problemas detectados en
Estados Unidos con la preservación de los cadáveres humanos. Al exhumar féretros de cierto tiempo, los cuerpos se encuentran intactos y deben ser cremados, a causa de la inhibición que generan los conservantes alimentarios sobre los microorganismos encargados de su natural descomposición. Los conservantes
utilizados alimentos y bebidas, pueden ocasionar exacerbaciones de
asma, dermatitis, alteraciones sanguíneas (metahemoglobinuria) e
incluso, ser uno de los factores desencadenantes de problemas vasculares
y angioedema [1].
También están los resaltadores de sabor, como el glutamato monosódico (E621) ó ajinomoto.
Este aditivo es un caso ejemplar de cómo se crea un problema, tal como
veremos detalladamente en el próximo capítulo. Tras la 2ª Guerra
Mundial, el GMS pasó de Japón a las grandes empresas alimentarias de
EEUU, quienes masificaron su uso al descubrir que aún mediocres comidas
industriales tomaban buen sabor, se comían más y la gente se hacía fiel
consumidora.
Al inicio, se advirtió que la ingesta de GMS generaba el conocido “síndrome del restaurante chino”,
así llamado por ser de uso muy frecuente en la cocina oriental moderna
[2]. Pero luego aparecieron otras evidencias preocupantes que no fueron
tomadas en cuenta, al convertirse el GMS en el engranaje adictivo que impulsaba el crecimiento de la gran industria alimentaria; ingeniosamente se acuñó el término nicotina alimentaria.
A través de experiencias en animales y
luego en humanos, el GMS se relacionó con déficit de atención (DDA),
adicción, alcoholismo, alergias, esclerosis lateral amiotrófica,
alzheimer, asma, fibrilación auricular, autismo, diabetes, depresión,
mareos, epilepsia, fibromialgia, golpe de calor, hipertensión,
hipotiroidismo, hipoglucemia, síndrome de intestino irritable,
inflamación, migraña, esclerosis múltiple, obesidad, tumores en
hipófisis, ataques de pánico, rosácea, trastornos del sueño, problemas
de oído (tinitus), problemas de visión [3].
Sin embargo, el GMS sigue omnipresente
en fiambres, hamburguesas, snacks, mezclas de especias, alimentos
conservados y procesados, sopas de sobre, cubitos de caldo, papas
fritas, comidas de restaurante, aliños para ensaladas, condimentos para
carnes grilladas, salsas, mayonesas, etc. En comedores de fábricas,
escuelas y hospitales se sirven toneladas de GMS.
Frente a la demanda de alimentos sin GMS, los fabricantes escondieron el glutamato bajo nuevos nombres
de ingredientes autorizados por los entes de control: proteína vegetal
hidrolizada, suavizante natural de carnes, resaltador de sabor, extracto
de levadura, saborizante natural, etc.
Los colorantes
representan otro rubro importante de los aditivos que ingerimos
cotidianamente y sin necesidad, ya que solo sirven para engañar al
consumidor. Los colorantes de síntesis química acumulan gran cantidad de
evidencias tóxicas y cancerígenas. El más característico y estudiado es
quizás la tartrazina, y resulta adecuado para analizarlo a modo de ejemplo.
A este aditivo (a veces disimulado como E102), que proporciona color rojo amarillento
a jugos artificiales, gelatinas, gaseosas, postres, salsas, conservas,
recubrimiento de medicamentos y caramelos, se lo reconoce responsable de
reacciones alérgicas, asma, urticaria, rinitis, manchas en la piel,
visión borrosa y bronco espasmos, sobre todo en pacientes alérgicos a la
aspirina. Pero el efecto más nocivo se advierte en sus principales
destinatarios: puede producir migrañas, insomnio e hiperactividad en niños.
La tartrazina afecta directamente la conducta de los pequeños
por dos vías: despierta una reacción pseudo alérgica en el organismo y
provoca la consiguiente liberación de histamina, compuesto relacionado
con la reacción inmunológica. Pero, cuando el colorante llega al
torrente sanguíneo, estimula directamente a las células para que liberen
histamina sin activar al sistema inmune. Por ello, no
se manifiestan los síntomas propios de la alergia como dilatación de
capilares, baja en la presión sanguínea, incremento en la secreción de
jugos gástricos y picazón. Pero sí se evidencian cambios anímicos, irritabilidad, insomnio y ansiedad en los niños.
Simultáneamente, la tartrazina actúa en el cerebro
alterando los espacios sinápticos (donde se efectúa el intercambio de
información entre una neurona y otra), lo que conduce a síntomas
similares: falta de concentración, somnolencia e hiperactividad. Es
decir, el cuadro de un síndrome de déficit de atención
(DDA). Basta ser un consumidor habitual de, por ejemplo, jugos
artificiales, para que estos síntomas se hagan presentes. Ello sucede
porque se combinan, la dosis continua y el rápido arribo al umbral
tóxico, a causa de la baja masa corporal de los niños. La relación entre
el consumo de colorante y el aumento en los niveles de histamina, es
directamente proporcional.
Pero lo más grave es que los colorantes, como la tartrazina, no actúan solos,
sino que forman parte de formulaciones que incluyen saborizantes,
aromatizantes, edulcorantes, emulsionantes, gelificantes, tensioactivos,
leudantes, antiaglutinantes, estabilizantes, antioxidantes, espesantes y
conservantes. Precisamente un reciente estudio británico [4] demuestra
que la combinación de colorantes artificiales y conservantes (benzoato de sodio) influye negativamente en el comportamiento de los niños con déficit de atención e hiperactividad (TDAH).
Las “inofensivas” aguas saborizadas que consume “gente que se cuida”, concentran gran cantidad de presencias amenazantes, escondidas bajo inteligibles siglas numéricas (17 componentes
en una sola etiqueta). Además de agua y jugo, encontramos: edulcorantes
refinados (jarabe de maíz de alta fructosa), edulcorantes sintéticos
(sucralosa y acesulfame), cloruro de calcio, bicarbonato de sodio,
sulfato de magnesio (sal inglesa), acidulantes (330, 331), conservantes
(202, 211), secuestrantes (385), esencias artificiales (dos), colorantes
(110, 150).
¿Qué hay detrás de algunos de estos números? Entre los colorantes encontramos el 110 (amarillo ocaso), considerado peligroso
(depresor del sistema nervioso, puede producir alergias, parálisis,
convulsiones, urticaria, dermatosis, trastornos gástricos) y el 150
(caramelo), también peligroso (puede producir alteraciones en el intestino, deficiencias de vitamina B6 y disminución de glóbulos rojos).
Entre los conservantes tenemos el 202 (sorbato potásico), considerado muy peligroso
(puede reaccionar con los nitritos y causar alteraciones en
espermatozoides y óvulos, y producir alergias) y el 211 (benzoato
sódico), también muy peligroso (puede ser cancerígeno y
producir gastritis, trastornos neurológicos, pérdida de peso, diarreas,
hemorragias, parálisis, alergias, urticaria, asma, trastornos hepáticos
e hiperactividad en niños).
Y como si fuera poco, tenemos el 385
(etilendiamino tetracetato), normalmente usado en bebidas alcohólicas
como secuestrante y considerado como peligroso (puede producir diarreas,
vómitos, sangre en la orina e impedir la absorción de oligoelementos
como cobre, hierro, zinc). Por sentido común ¿hay algún motivo para correr todos estos riesgos? ¿Es necesario saborizar el agua? Si lo es, ¿no es mejor “saborizarse” el agua con unas gotas de limón y una cucharadita de miel o mascabo?
Pero ahora lo novedoso para los niños son las comidas y bebidas interactivas.
Nos referimos a productos que cambian de color, forma, textura o sabor
al añadirles líquidos o al calentarlos; tortitas que cambian su aspecto
al tostarlas, una gaseosa que cambia su sabor si se le añade una
pastilla o un helado con un chicle en su interior, que pinta los labios
de distintos colores.
Es destacable (y alarmante) que las legislaciones aprueban estos aditivos químicos como aptos para consumo humano, basándose en tolerancias y estudios realizados individualmente, cuando en realidad ingresan al cuerpo en nutridas y peligrosas combinaciones sinérgicas. Un estudio alemán estima que se ingieren anualmente más de 2kg de aditivos químicos por persona.
El problema es su relación con la masa corporal, ya que hay niños que están ingiriendo hasta 400 mg diarios de aditivos, casi 8 veces la dosis usada en experimentos de laboratorio para demostrar su inocuidad individual. Incluso muchos aditivos se autorizan en función a una “dosis diaria admitida”, pero los fabricantes no indican, ni esa dosis ni la cantidad de aditivo presente en el alimento.